miércoles, 22 de mayo de 2013

Mariano Rajoy y las Cincuenta sombras de Brey





         Me he enamorado de alguien tan emocionalmente cerrado que no conseguiré más que sufrir —en el fondo lo sé—, alguien que, según él mismo admite, está completamente jodido. ¿Por qué está tan jodido? Debe ser horrible estar tan tocado como él.

Anastasia Steele



Cuanto más duro trabajo, más suerte parece que tengo. En realidad, se trata de tener a la gente adecuada en tu equipo y saber dirigir sus esfuerzos.

Christian Grey


         La noche del 20 de noviembre de 2011 Mariano Rajoy Brey se asomó con giocondesca sonrisa al balcón de la calle Génova para proclamarse presidente del gobierno. Su rostro mostraba la misma  satisfacción contenida de quien acaba de resolver el sudoku del dominical pero no le gusta alardear. A su espalda quedaba el fondo azul de campaña con los lemas utilizados durante ésta: “Súmate al cambio” y “Lo primero el empleo”. A su derecha, Elvira Fernández, su mujer (retengan este dato, sobre todo si está en trámites para obtener la nacionalidad española*). A su izquierda la secretaria del partido, María Dolores de Cospedal (qué mejor lugar para quien, ataviada con un pañuelo a lo palestino, no se había cansado de repetir que el Partido Popular era el partido de los trabajadores*). Delante, una multitud enfervorizada que al tiempo que coreaba los cánticos y consignas del partido, pedía a Rajoy que botase. Y Rajoy boto. Y botó de la misma manera que había ganado aquellos comicios: Sin despeinarse.

         Después de siete años el Partido Popular volvía al poder y lo hacía tras conseguir 186 escaños, superando incluso el mejor resultado de Aznar. Sin embargo, el periplo de Rajoy nada tenía que ver con la titánica gesta de este último. Si el vallisoletano había tenido derribar, a base de audacia y tenacidad, el que en otro tiempo fuese sólido edificio del socialismo español (que sólo bajo el último gobierno de Felipe González había empezado a resquebrajarse),  al gallego no le había hecho falta coger ningún martillo: solamente esperar paciente y a cierta distancia para que los cascotes no le diesen.

         Mariano Rajoy basó su oposición a José Luis Rodríguez Zapatero en presentarse como un tipo con los pies en la tierra,  como un funcionario algo gris y mediocre, pero eficaz; el necesario contrapunto a las disparatadas ínfulas de un presidente que estaba, con errátil política económica, arrastrando al país al borde del precipicio. Sus propuestas eran rotundamente ambiguas, buscando deslumbrar con el qué sin entrar en el cómo: Afirmaba que iba a bajar el paro* y podría, incluso, llegar a crear 3,5 millones de empleos*. Bajaría los impuestos*; frenaría el aumento del déficit mediante “ajustes en gastos innecesarios*y todo ello sin tocar la sanidad, la educación o las pensiones*ni abaratar el despido*
         Durante la campaña electoral, una de las más anodinas que se recuerdan, Rajoy se contentó con controlar el balón hasta que el árbitro pitase el final del encuentro. Sabía que la contienda estaba ganada desde que el PSOE anunciase como candidato a Rubalcaba, el que fuese portavoz del gobierno durante la época de los grandes escándalos de corrupción del PSOE y vicepresidente del gobierno que se negó a ver, con tozuda estolidez, la tormenta económica que se nos venía encima. Bastaba con no cagarla en el último momento. Y se limitó a ello. 

         Casi un mes después, el 19 de noviembre, Mariano Rajoy subió con el mismo gesto impasible a la tribuna de oradores del Congreso para pronunciar su  discurso de investidura*. Una vez ganadas las elecciones bien podría haber empezado a recular y a decir Diego donde antes había dicho digo, pero no fue así. Por el contrario su discurso fue claro, rotundo y esperanzador.

         Para el líder del Partido Popular los resultados de las elecciones mostraban sin ambages que los españoles habían “establecido un punto y aparte” y deseaban “una página nueva en la historia de nuestra democracia”. A su partido le tocaba escribir esa nueva página y acometer “esa gran reestructuración” de la vida pública que la sociedad demandaba. Para ello su programa de gobierno se iba a centrar en dos directrices fundamentales: “Concentrar todos nuestros esfuerzos en la creación de empleo” y “reservar un lugar para nuestros hijos en un mundo que cambia”.

         La creación de empleo iba a ser la primera y más importante de las tareas a llevar a cabo, pues cuando se crea empleo, el país se estabiliza, se afirma la confianza, se reparte mejor la dignidad, los derechos se concretan, los sueños se vuelven accesibles, y cada individuo recupera la capacidad de administrar su propia vida”. Rajoy sentenciaba: “Cuando se crea empleo, Señorías, crece la libertad”.

         Para poner en marcha esa gran reestructuración de la vida pública al gobierno del Partido Popular le aguardaban grandes reformas, reformas que debían ser llevadas a cabo pensando en el largo plazo y con amplitud de miras; pensando “en algo más que reducir el déficit”: Pensando en lo que España necesitará “no el año que viene ni el siguiente, sino en los próximos veinte años”.

         El resultado de esta transformación ha de ser una sociedad en la que los valores que proclama nuestra Constitución ―la libertad, la igualdad, la justicia y la solidaridad― no se queden en nobles deseos o hermosos enunciados teóricos, sino que definan realmente la prosperidad que pretendemos”. Y el motor de esta transformación ha de ser la sociedad civil. Como el mismo Rajoy dijo: “Han de ser los españoles, y no el Gobierno, los motores del cambio”. Por tanto, “la tarea del Gobierno no consiste en suplantar a la Nación, sino en coordinar sus esfuerzos y facilitar sus tareas”.

         Aunque era consciente de que la situación que recibía no era fácil, Rajoy no pretendía eludir la responsabilidad que a su partido le tocaba asumir y como puso de manifiesto: “En la política, no existe la herencia a beneficio de inventario.  Sabíamos ―y sabemos― lo que nos espera. Y sabíamos ―y sabemos― que se nos juzgará por lo que consigamos, y no por lo que intentemos, o por cómo nos hayamos encontrado las cosas”.

         Rajoy afirmó, así mismo, no estar “dispuesto a aceptar que haya en España una generación que pudiera perderse porque encuentra cerradas todas las puertas”. Siendo “preciso detener este despilfarro de riqueza y de energía, porque es imposible diseñar un futuro en el que falten los relevos” y sentenció: Quiero que seamos capaces de ofrecerles oportunidades nuevas, que defendamos el puesto que les corresponde en una sociedad justa, que conserven el derecho a soñar y a construir su propio futuro.

         ¿Cómo pensaba acometer el futuro presidente del gobierno estas tares? Lo tenía claro: No existe mejor instrumento para encauzar y coordinar la energía de la Nación que el diálogo. “Un diálogo basado en la transparencia, que estimule la unidad, fortalezca los objetivos compartidos y facilite el apoyo y la participación de todos los ciudadanos y de sus organizaciones”. Y ese diagnóstico enraizaba con un compromiso del que Rajoy  pretendía “hacer bandera” en su Gobierno: “decir siempre la verdad, aunque duela; decir la verdad sin adornos ni excusas: llamar al pan, pan y al vino, vino”.

         Obviamente el camino no iba a ser fácil y se requerían esfuerzos, pero él estaba en condiciones de ofrecer a los españoles una “oferta de esperanza”, basada en “una rigurosa justicia en el reparto de la austeridad, que ha de comenzar por el propio Gobierno”, y en  un escrupuloso  respeto al derecho ciudadano de conocer la verdad”. 

         De este modo Rajoy convocaba a todos, y reclamaba, con humildad, la ayuda de todos, y se ofrecía para “defender la unidad, dialogar sin cansancio, asegurar la justicia en el reparto de las cargas, y mostrar siempre la verdad traiga el color que traiga”.

         Aquel hombre de traje azul subido a la tribuna no era ni joven, ni atractivo, ni dinámico. Sin embargo su discurso amable, fraternal y comprensivo, pronunciado con voz cálida, fue para el alma de los españoles como los brazos que rodean la espalda de quien ha caído para ayudarle a levantarse. Y muchos, tras presenciar aquel discurso, comenzamos a pensar si no nos estaríamos enamorando de aquel tipo, de su amago de sonrisa y de sus ojillos inquietos.

         Sin embargo, algo sucedió entre la noche del día 19 de diciembre y la mañana del día 20, en que Mariano Rajoy dio a conocer su gobierno. Alguien, en algún recóndito pasillo, nos robó esa noche a los españoles las esperanzas de cambio y regeneración. En algún aciago momento se activó en la mente de Mariano algún oscuro resorte que hizo que el apacible Rajoy y se convirtiera en el sombrío Brey.  

         ¿Cómo  era posible que para la inconmensurable empresa de regeneración anunciada se hubiese rodeado de enanos? Tras un mes de quinielas, dimes y diretes, Mariano Rajoy Brey daba a conocer, por fin, la composición de su gabinete, de los hombros sobre los que habría de recaer el peso de la salvación de España. Y cuando lo hizo no trasmitió, desde luego, la sensación de que la espera hubiese merecido la pena.

         Al frente del Ministerio de Economía puso a Luis de Guindos, que como presidente ejecutivo de Lehman Brother en España y Portugal*, formaba parte de la tribu de los que habían cantado al dios de la Lluvia para que la tormenta financiera arreciase sobre España. Del mismo modo, al frente del ministerio de Sanidad colocó a Ana Mato, que había corrido con los lobos del caso Gürtel aunque no estuviese de momento imputada*. Al frente del Ministerio de Justicia de ese consejo de austeridad, colocó al hombre que había conseguido hacer de su nombre un sinónimo de derroche*** tras su paso por el Ayuntamiento de Madrid. Por último, para terminar de aguar las expectativas podía suscitar el nuevo gobierno, nombró ministra de trabajo a Fátima Báñez, que, a lo que se ve, conocía solo de oídas lo que es el mercado laboral*

         El  nuevo ejecutivo no parecía ofrecer muchas garantías frente a los problemas económicos, ni atisbos de rearme moral frente a la corrupción o el despilfarro, ni personal bregado y diestro para volver a poner en forma nuestro maltrecho mercado de trabajo, asuntos todos ellos mencionados en su discurso de investidura. De hecho no tardó ni diez días en mostrar que el camino por el que habían de llevar a España a la senda luminosa del empleo y el crecimiento iba a estar lleno de sombras.

         Así el viernes 30 de diciembre Soraya Saez de Santamaría, y no el presidente del gobierno, salía a anunciar el mayor recorte de gasto público de la democracia*,la segunda mayor subida de impuestos y la congelación del sueldo, con incremento de jornada, de los funcionarios. 

         España había conocido hasta entonces el rostro alegre de Mariano Rajoy. De ahora en adelante empezarían a conocer su rostro más sombrío, ese que en ese momento se hallaba parapetado tras su vicepresidenta. Lo que en su discurso de investidura habían sido luz y esperanza, comenzaba a tornarse en oscuridad y sombras. Las sombras de Brey. 


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