jueves, 31 de mayo de 2012

Mandeville y la fábula de las ovejas




Oigo últimamente con inusitada frecuencia, al hablar de asuntos económicos,  que la realidad es tozuda, que  las cosas son como son porque no pueden ser de otra manera y que las matemáticas acaban poniendo a cada uno en su sitio. Y se lo oigo precisamente a quienes han aceptado con estoica y estulta resignación esa versión oficial de la crisis según la cual la cosa se reduce a que hemos dejado de ser nuevos ricos para volver a ser viejos pobres. Todo ello sin pararse a pensar que si la realidad fuese tan tozuda como dicen seguiríamos pintando bisontes en el techo de la cueva; que admitir que las cosas no puedan ser de otra manera es instrumento indispensable para que las cosas sean como son;  y que la aritmética no explica por qué durante mucho tiempo se multiplicaban los beneficios de unos pocos mientras que ahora las pérdidas se dividen entre todos.
Creer simplemente que las cosas son como son, es decir, desvincular los procesos económicos de la voluntad de los individuos y, por tanto, de cualquier consideración ética,  no es, a mi modo de ver, una opción cabal hija del sentido común, sino sencillamente una rendición incondicional del intelecto a una determinada interpretación de la realidad; sin estarse a considerar si es la única o si, de no serlo, es siquiera la mejor. Porque lo que llamamos realidad  es, en gran medida, la visión resultante de proyectar nuestras experiencias previas y nuestros anhelos futuros sobre el presente. Es decir, nuestras ideas sobre la realidad determinan la realidad misma y, de este modo, nos pueden llevar a transigir con que las cosas sean de una determinada manera o a intentar cambiarlas; pero el resultado no es algo determinado por las leyes de la historia,  un arcano escrito en los astros o el cumplimiento de un inexorable destino: depende de nosotros,  porque el ser humano es a la vez guionista y actor.
Esa idea de que las cosas son como son porque no pueden ser de otra manera, quizá tenga uno de sus primeros testimonios contemporáneos en La fábula de las abejas, escrita a comienzos del siglo XVIII por un excéntrico alienista holandés afincado en Inglaterra, Bernard Mandeville. En ella, quién sabe si con intención satírica o con sincero convencimiento, Mandeville sostiene que nunca la virtud hizo prosperar a las sociedades, sino que el verdadero motor del progreso es el vicio, la corrupción. 
Para ilustrar su idea se sirve de una colmena “que vivía con lujo y desahogo” y en la que las abejas “se afanaban por satisfacer sus propios deseos y vanidades”. En la colmena “mientras algunos con grandes haberes y exiguos quebraderos de cabeza se metían en negocios de pingües ganancias”, otros vivían “condenados a la guadaña y la azada […] agotando su fuerza y sus músculos para poder comer”. La colmena estaba, así mismo, llena de bribones que aprovechaban en su propio beneficio el trabajo ajeno, si bien estos solo se distinguían en sus artes de los respetables y laboriosos  por el nombre, pues no había lugar o profesión en la que no se diera el fraude. No se salvaban ni los abogados, “que habían conseguido que fuera ilegal disfrutar de lo propio sin que mediara algún pleito”; ni los médicos, “más interesados en la riqueza y la fama que en la salud del paciente”; ni los sacerdotes, ni los soldados, ni las misma justicia, que a menudo inclinaba alguno de sus platillos para que en ellos depositasen unas monedas.

Con todo y con eso, “aunque cada parte estuviera llena de vicios, el conjunto era un paraíso”. El vicio y la corrupción eran la grasilla que mantenía lubricada y en marcha la maquinaria de aquella colmena. “La envidia y la vanidad eran los ministros de la industria”, escribe Mandeville, y la estupidez y el capricho movían la rueda del comercio. De este modo “el vicio nutría el ingenio”, y lo espoleaba en aras de la prosperidad, dando lugar a las comodidades de la vida, “hasta tal punto que los pobres de ese tiempo vivían mejor que los ricos de ningún otro”
Sin embargo la colmena estaba llena de hipócritas que, “aunque conscientes de sus propios engaños, clamaban contra los de los demás y a gritos pedían honradez”. Y un día Júpiter, exasperado, llenó con ella sus corazones. Entonces se desplomó el precio de la carne, los bares se quedaron vacíos, la honradez convirtió en inútil la labor de los abogados, y hasta los que fabricaban candados y rejas se quedaron sin oficio. Los médicos no tenían enfermedades que curar entre las virtuosas abejas…En definitiva, no había negocio para tantos pues donde antes trabajaban tres (uno trabajando, otro vigilando al que trabajaba y un tercero vigilando al que vigilaba) ahora bastaba con uno. Y así poco a poco las abajas se iban yendo de la colmena. 
Desaparecieron la industria y las manufacturas, pues no había quien pagase por lujos o refinamientos. Al final toda la colmena hubo de emigrar al hueco de un tronco. El poema concluye “dejad de dar la murga: solo los locos se esfuerzan por construir una colmena grande y honrada; pues pretender  disfrutar de las comodidades del mundo, conseguir fama en la guerra y vivir con desahogo, sin grandes vicios, es solo utopía que habita en el cerebro del hombre”. Y apostilla: “Cualquier edad dorada tiene lo mismo en común con la honradez que con las bellotas”. 
Algunos economistas de la escuela austriaca (quizá los mismos que si hubieran leído la Humilde propuesta de Swift hubieran visto en ella un interesante precedente de la puesta en valor de la infancia) consideran, llevándose el agua a su molino, que La fábula de las abejas va muy en serio y hacen de ella una especie de mito fundacional del liberalismo moderno, pues según ellos Mandeville es el primero en  atisbar que el entramado de relaciones sociales, incluidas las económicas, no es producto de la planificación ni está sujeto a consideraciones éticas, sino que nace de cierto orden espontaneo surgido al calor de la persecución individual del propio beneficio. Ese orden espontaneo (el mercado, acabará llamándose) se convertía así en la piedra filosofal que consigue convertir los vicios particulares en virtudes colectivas. Ahora bien, semejante interpretación de la fábula de Mandeville es sólo una manera de ver las cosas, pero quizá no la única, ni la más acertada.
Si echamos un vistazo a la colmena, encontraremos un buen puñado de curiosas semejanzas con el momento previo al estallido de la crisis en España, con nuestra burbujeante primavera: Mientras algunos terratenientes conseguían pingües ganancias por el mero hecho de que les recalificasen algún terreno, otros se partían el lomo en almacenes de logística o trabajando en la obra a destajo. España estaba llena de bribones que aprovechaban en su propio beneficio el trabajo ajeno: desde los abogados que exprimían a los inmigrantes ilegales que querían regularizar su situación, hasta los médicos que conseguían pensiones de invalidez a gente que jugaba los fines de semana al padle, pasando por empresas públicas en las que tres personas hacían el trabajo de una. Aunque la corrupción se adivinase por todas partes, el conjunto arrojaba una halagüeña sensación de prosperidad y bienestar. La envidia y la vanidad eran los ministros de la industria, de modo que  los concesionarios no daban abasto a vender coches cada vez más potentes,   ni las inmobiliarias dejaban de vender casas cada vez más grandes. Como en la fábula de Mandeville la estupidez y el capricho movían la rueda del comercio y no había descampado en el que no se construyese un centro comercial.
Si España reunía todos los ingredientes para ser una colmena próspera, pues no había parte que no estuviese untada con la grasilla del vicio, ¿cómo es posible que ahora todas sus abejas se encuentren a punto de emigrar al hueco de un árbol? ¿Acaso algún dios furioso se ha cansado de sus quejas y se han vuelto de repente virtuosas como castigo? 
La fábula de las abejas de Mandeville es sólo una alegoría con la que se pretende transmitir una determinada idea del mundo: La prosperidad es enemiga de la justicia y aplicar consideraciones éticas a los negocios solo puede traer la ruina. Pero sin embargo la crisis española muestra todo lo contrario: Que es la falta de un mínimo de decencia y sentido común lo que lleva a las sociedades a la ruina. Porque la verdadera mano invisible (Al menos a la que alude Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales y que vuelve luego a mencionar en La riqueza de las naciones) no es el orden espontaneo de la ley de la selva, sino el orden guiado por el sentido común y ciertas nociones básicas sobre la justicia que todos los ciudadanos poseen y que deciden aplicar o no en cada circunstancia concreta. 
Ahora corremos el riesgo de pasar de una fábula a otra: Corremos el riesgo de que los mismos a los que hasta hace no mucho la grasilla les brillaba entre los dedos, empiecen a hablarnos de las virtudes de la austeridad y nos cuentes otra fábula, la fábula de las ovejas. Según ésta, las ovejas que vivían en un aprisco pasaban hambre porque quienes se encargaban de distribuirles el alimento en los comederos no lo habían hecho diligentemente, y se había agotado en un par de meses la cosecha de todo un año (nadie sabía dónde habían ido a parar, pues en realidad la mayor parte de las ovejas no eran conscientes de haber comido mucho más que en otros tiempos). Las ovejas, inquietas, discutían sobre cómo iban a salir de aquella y las más avezadas en economía, además de alabar las bondades del ayuno, propusieron abrir la puerta del aprisco para que las ovejas más vigorosas pudiesen encontrar pastos y, al mismo tiempo, se permitiese entrar a alguien que alimentase al resto (cualquier similitud con la reforma laboral y las privatizaciones es mera coincidencia). Y así lo hicieron. Y, según cuentan los lobos que con el colmillo goteando aguardaban en la puerta,  nunca habían visto a ningún rebaño tan feliz,  pues todas ellas corrían desbocadas y dando saltos de alegría. Claro que, la de los lobos, no deja de ser una interpretación de la realidad, quizá ni la única, ni la más plausible.